jueves, 6 de septiembre de 2012

EL LIBRO DEL SABER



CAPÍTULO 1





—¡Sal de ahí, brujo! —gritó alguien golpeando la puerta de la pequeña cabaña.
—No tienes adónde huir —resonó otra voz.
—Sabemos que la epidemia la has provocado tú con tu maldito libro —gritó una tercera voz.
Alan sabía que los aldeanos no atenderían a razones así que cogió el libro de oscuras tapas de cuero y salió por la ventana de atrás.
La casa se alzaba junto a un profundo barranco pero no tenía otra salida, así que el joven hizo un hato con su camisa para meter dentro el libro y luego, se lo colocó a la espalda. Oyendo los golpes y gritos furiosos de los hombres que se apiñaban en la entrada, comenzó a descender con toda la rapidez que le permitía el escarpado terreno. Arañándose las palmas de las manos y las rodillas bajó hasta un repliegue rocoso que había en el talud, pero el ladrido de los perros impidió que pudiera tomarse ni siquiera un respiro y continuó su marcha más aprisa aún.
"Han soltado a los podencos. Si olfatean mi rastro estoy perdido." Alan sentía los latidos de su corazón de una forma casi dolorosa y la respiración se había convertido en roncos jadeos. Siempre había sabido que la ignorancia y las supersticiones de los aldeanos le traerían problemas si intentaba poner en práctica los conocimientos que su madre, y antes de ella, su abuela habían atesorado en el libro. Pero no podía dejar que esas pobres mujeres sufrieran cuando había remedios muy sencillos para sus males. Por eso, había atendido a todas las aldeanas que habían acudido a él en busca de alivio y, aunque les había rogado que lo guardaran en secreto, era esperar demasiado que todas hubieran permanecido mudas durante tanto tiempo. Y así, ahora se encontraba en esa situación tan peligrosa. Los aldeanos estaban convencidos de que la epidemia que devastaba la aldea era por culpa suya y no dudarían en matarle si creían que con eso sus hijos podrían salvarse.
Cuando llegó al fondo del barranco, los perros estaban ya muy cerca de él y tuvo que correr con todas sus fuerzas para llegar al bosque antes de que lo alcanzaran. Avanzaba a ciegas, hundiéndose en el blando suelo de hojarasca y con las ramas azotándole sin piedad el rostro y casi sentía el aliento de los perros a su espalda. Varias veces estuvo a punto de caer pero consiguió mantener el equilibrio casi milagrosamente y siguió corriendo sin hacer caso del dolor que le atenazaba el costado. Todo su mundo se había reducido a seguir avanzando, a no permitir que la debilidad de sus piernas le hiciera detenerse. Tenía que escapar... no podía dejar que el libro fuera destruido.
Pero los perros eran demasiado veloces y él estaba muy cansado. El más grande de todos estaba tan cerca que consiguió morder el pantalón del joven haciéndolo caer al suelo. Alan se encogió intentando protegerse con los brazos ante el inminente ataque de los podencos. Sin embargo, éste no llegó. Lentamente el joven alzó la cabeza y vio una oscura sombra que se interponía entre él y los perros. Al principio no fue capaz de distinguir nada del desconocido excepto la oscura túnica que vestía, pero luego, vio que era un monje que llevaba la capucha del hábito echada sobre la cabeza y que blandía un enorme cayado de roble en la mano derecha.
Los podencos le observaron desconfiados durante un momento y luego, uno de ellos comenzó a gruñir y se lanzó al ataque. Con un movimiento tan rápido que Alan fue incapaz de ver, el monje golpeó al animal y lo arrojó a un lado con pasmosa facilidad. Los demás perros dudaron un momento y después, como si se hubieran puesto de acuerdo saltaron sobre el desconocido intentando desgarrarle el cuello. Pero él se mantuvo firme y con varios golpes de su cayado consiguió desembarazarse de todos. Después de eso, los perros se alejaron aullando en busca de sus amos y el monje se volvió hacia Alan.
—¿Quién eres? —una voz profunda surgió de las tinieblas de la capucha —¿Y por qué han mandado a los perros tras de ti?
—Te agradezco mucho lo que has hecho por mí —dijo Alan aún sentado en el suelo. —Pero es mejor que no sepas nada por tu propia seguridad.
El desconocido permaneció unos instantes en silencio y luego asintió.
—Está bien. No es asunto mío —musitó como para sí mismo. —Pero al menos podrás decirme tu nombre.
—Alan.
—Muy bien, Alan. Acompáñame a mi humilde hogar y allí podrás descansar y comer algo. —El tono era suave pero no admitía réplica, así que Alan suspiró y dejó que el desconocido le ayudara a levantarse.
—No te preocupes. Vivo en un lugar apartado y no suelo recibir visitas —dijo el monje quitándose al fin la capucha. Su rostro era totalmente opuesto al que el muchacho había imaginado por su condición de monje. Era una faz de rasgos duros, aquilinos. Sus ojos, de un gris acerado eran penetrantes y dejaban traslucir una fuerza implacable. La boca era amplia, con labios que parecían a punto de esbozar una sonrisa irónica y una pálida cicatriz atravesaba su mejilla derecha desde la sien hasta la mandíbula.
—¿No es justo que yo también sepa tu nombre? —le preguntó Alan al ver que no parecía dispuesto a decir nada más.
—Es cierto —sonrió. —Me llamo Montran.
—¿Eres monje? —preguntó entonces el joven poniéndolo en duda a pesar del hábito que portaba.
—Algo así —contestó su salvador con una sonrisa burlona. —Pero, como tú mismo has dicho, es mejor que no sepas nada... por tu propia seguridad.
El joven le miró suspicaz pero enseguida comprendió que esa sonrisa de burla no iba dirigida a él sino a sí mismo.
Continuaron caminando por el umbrío bosque en un silencio sólo interrumpido por el sonido de sus pasos sobre la seca hojarasca y por el canto de los pájaros en las altas ramas de los robles. Los rayos del sol, filtrándose entre las tupidas hojas, iluminaban de vez en cuando el rostro del joven y su acompañante aprovechó para observarlo con atención. El óvalo de su cara estaba enmarcado por cabellos castaños que brillaban dorados bajo el sol. Las facciones eran al mismo tiempo delicadas y audaces y los ojos, de un color parecido a la miel, eran indescifrables. A veces, parecían desprender una luz cálida, de pura alegría y otras, esos mismos ojos mostraban una tristeza infinita como si hubieran visto más cosas de las que correspondería a un joven de su edad. Sin embargo, sus labios, carnosos y sensuales, eran capaces de expresar lo que los ojos, a veces, ocultaban.
Con el paso del tiempo, Alan comenzó a tranquilizarse. De momento, estaba a salvo y no iba a permitir que lo asaltara el miedo por lo que le deparaba el futuro. Junto a ese extraño hombre, se sentía seguro sin saber por qué. Quizá se debía a la serenidad que emanaba de él o a esa manera suya de caminar como si nada en el mundo fuera capaz de abatirlo.
Cuando el sol comenzaba a ocultase tras el horizonte, divisaron una casa de madera junto a un enorme fresno. Un arroyuelo corría alegre junto a la cerca de piedra que rodeaba la casa y dos caballos pastaban junto a él.
—Bienvenido a mi hogar —dijo Montran haciendo un gesto de irónico orgullo.
—Es muy bonito —sonrió Alan admirando la enredadera de hermosas flores púrpuras que trepaba por los muros de la casa.
—No es grande ni lujoso, pero es el único sitio al que he podido considerar mi hogar —musitó él con una voz que ocultaba un dolor tan intenso que Alan le miró sorprendido.
Montran consciente de que había dejado traslucir más de lo que había pretendido, comenzó a caminar hacia la casa sin decir nada más. El joven le siguió preguntándose qué terrible secreto guardaba su benefactor.

Al entrar en la casa, Alan se encontró con un lugar austero pero acogedor. Al fondo de la estancia, había una enorme chimenea de piedra lista para ser encendida y junto a ella, una silla de madera tallada con intrincadas figuras geométricas. Un estante con libros y una mesa y un par de sillas más completaban el mobiliario de la habitación.
Sin soltar la camisa que envolvía su libro, Alan se acercó al estante para mirar los tomos polvorientos que llenaban las baldas. Había libros de Filosofía, Ciencia, Órdenes Militares y otras materias extrañas que le causaron asombro.
—¿Eres un erudito? —preguntó volviéndose hacia su anfitrión.
—No me tengo por tal —contestó Montran riendo entre dientes.
—Perdona mi curiosidad —dijo Alan enrojeciendo.
—Te comprendo —la sonrisa del monje se hizo insinuante. —Yo también siento curiosidad por ese fardo que con tanta fuerza sujetas contra tu pecho.
El temor embargó de nuevo al muchacho y retrocedió buscando la salida de la casa.
—No tengas miedo —dijo Montran abriendo las manos en un gesto apaciguador. —Soy muchas cosas pero no un ladrón.
Alan le miró a los ojos y se relajó. La mirada gris del supuesto monje le inspiraba una confianza que nunca antes había sentido por ningún hombre.
—Vamos, siéntate —dijo Montran señalando una de las sillas que había junto a la mesa.
Alan se sentó sin dejar de sujetar con fuerza el libro y Montran esbozó una sonrisa irónica.
—Si tan valioso es eso que escondes no deberías dejar que nadie se diera cuenta.
—¡No es valioso! —exclamó el muchacho sobresaltado. —Sólo es un recuerdo de familia.
—De acuerdo —dijo Montran conciliador. —¿Tienes hambre?
—Un poco —confesó Alan tranquilizándose. —No he comido nada desde anoche.
El dueño de la casa asintió y fue a buscar un poco de pan, queso y fruta y también una jarra de vino. Lo colocó delante de Alan y luego se sentó frente a él para observarlo mientras comía.


4 comentarios:

  1. Se van a enamorar? =o Esta me gusta mucho porque es como un cuento de fantasía *-*

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    1. Hola, Saito. Pues ésa era la idea, pero no me gustan esos enamoramientos instantáneos, prefiero que se conozcan y se aprecien por su personalidad y no sólo porque se atraen físicamente. Besosss.

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  2. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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    1. Hola, Billy. Soy bastante lenta actualizando, se me va la cabeza en otras cosas y nunca me da tiempo a escribir, pero intentaré continuar pronto. Besoss.

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